Las casas tienen memoria. La tienen porque guardan los recuerdos de los que las habitaron. Seguro que habéis sentido esos olores, esas sensaciones, ese “no sé qué” que te transporta a otro lugar. Un perfume, un color, una comida (ese puchero gritón que invadía la cocina), ese jabón, esos azulejos, ese ColaCao (que sabía diferente, no sabemos por qué), esas paredes tupidas con un papel que hoy llamaríamos “vintage”. Esos matices que se quedan impregnados en algún lugar escondido de nosotros y que resurge de vez en cuando reviviendo esa reminiscencia.
Nosotros vendemos hogares, y con ellos sus recuerdos. Nos hablan a menudo los propietarios de lo que les cuesta desprenderse de ciertas propiedades, que han sido de sus progenitores y que fueron en su día la casa de la familia. Esa casa en la que los hermanos tenían que compartir habitación, con alacenas en las que se guardaban como tesoros tabletas de chocolate, aceite de oliva y café molido, en la que había colas por la mañana para entrar al baño, como quien aguarda en la aduana, en la que cada noche se juntaban todos alrededor de la tele (cuando la había) para ver su programa favorito. Ese hogar que era el abrigo de toda la familia, cuando las familias eran más familias.
Les solemos decir, para su consuelo, que los pisos no tienen sentimientos. Y es cierto. Pero también lo es que son mucho más que cuatro paredes. Finalmente se vende, otra persona toma las llaves y trata de hacerla suya, borrando parte de esos recuerdos. Pero la mayoría quedan guardados, a buen recaudo, por el que vende. Pasan los años y esos sentimientos permanecen intactos. Tal vez, tendemos a idealizar esas casas que nos acogieron siendo aún niños. Las imaginamos más grandes, más cálidas e incluso más bonitas. A quién no le ha pasado que al regresar a un lugar en el que vivió en su infancia se lleva un chasco o una decepción. Quizá debamos hacer caso al maestro Sabina, cuando dice eso de “al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”, y que sean los recuerdos los que nos muestren la realidad que nos hace felices.
Es un trabajo complicado el nuestro, al tener que lidiar con estos sentimientos. Cuando uno decide vender su casa, y no hablo de una casa que se compró con el ánimo de inversión, si no SU CASA, hay un discurso interno y personal, muy meditado, en el que no debemos de interferir. El sólo aconsejar ya es un ejercicio de riesgo. Debemos de respetar este consenso con suma delicadeza y tratar el producto con el mayor cariño que nos sea posible. No sabemos si las casas sienten, pero de lo que estamos seguros es que sus dueños sí.
Por ello es muy reconfortante cuando un propietario al que has vendido su vivienda te da las gracias. No nos está dando las gracias sólo por un buen trabajo, o por el motivo meramente económico. Lo está haciendo porque hemos tratado con respeto el que fue su hogar, porque le hemos ayudado a que guarde para siempre en su baúl las vivencias disfrutadas en él.
Las casas tienen memoria. Nos guardan a nosotros y a esa parte intangible a la que ni siquiera podemos ponerle nombre. Disfrutad de ellas y de las personas con las que las compartís, pues estáis haciendo algo único: dejar vuestras huellas en un recuerdo imborrable.