El 2020. Esa película de ciencia ficción que nos tocó protagonizar. Cuando uno echa la vista atrás y recuerda aquellos momentos de incertidumbre, tiene la impresión de haber vivido un sueño (uno de los malos, desde luego).
De la noche a la mañana, todos los planes que teníamos se fueron al traste. Trabajos, viajes, oportunidades, celebraciones, negocios… todo quedó en un stand by indefinido en el que nadie tenía la bola de cristal para poder adivinar qué iba a pasar. Aterrador, en todos los sentidos. Las noticias no eran buenas y los enfermos iban en aumento. Mascarillas, guantes, geles. Material de pesadilla. Recluirse fue, al parecer, la única solución.
Y dentro de ese arresto domiciliario comenzaron a surgirnos las dudas sobre qué deberíamos hacer. Nosotros, Carmen y yo, decidimos seguir con nuestra rutina (casi como si nada hubiera pasado). 7.00 h suena el despertador, ejercicio, trabajo… disponíamos de más tiempo para cocinar, con lo que todos nos creíamos pequeños chefs a los que les faltaban los comensales. Y entonces llegó la hora de los aplausos. Lo que alguien, no sé muy bien dónde ni cómo, comenzó a poner en práctica en algún lugar del mundo, nos pareció una buena idea y decidimos establecer las 12.00 h como el momento para salir a nuestro balcón, saludar a los vecinos (sin mascarillas) y poder olvidarnos por un rato de toda la mierda que estaba cayendo sobre el planeta.
A los aplausos se unieron canciones, luego bailes, cantos y finalmente hasta disfraces. Yo reconvertí mi viejo amplificador de guitarra para enchufar la música del móvil y Carmen con su alegría desbordante hizo el resto. Lo pasábamos bien y, quiero pensar, que lo hacíamos pasar bien a los vecinos. Fiestas andaluzas, hippies, de rock, infantiles, playeras y todo lo que se nos ocurría y que se pudiera hacer en el reducido espacio que sería nuestro escenario.
Nos alegró mucho ver cómo poco a poco, cada día más gente iba apareciendo en sus balcones y disfrutando de ese momento. Hasta los más mayores de la calle hacían sus apariciones y nos agradecían en la distancia que les brindáramos una canción o un baile. Algún que otro acompañante de perro también acabó dando sus pasitos al pasar por nuestra calle. Incluso si algún día nos retrasábamos unos minutos, escuchábamos como la gente reclamaba nuestro particular espectáculo. ¿Acaso hay un sentimiento más bonito que el de saber que te están esperando?
La realidad seguía ahí, claro, pero iba a seguir hiciéramos lo que hiciéramos, con lo que la mejor solución era intentar sacar partido del tiempo y socializar todo lo que las limitaciones permitieran. De hecho, conocimos a muchos vecinos (y ellos a nosotros) de los que prácticamente no sabíamos de su existencia debido a la incompatibilidad de horarios “sufrida” hasta ese momento. Y es que en Marzo de 2020 a todos nos regalaron el mismo reloj.
Fueron muchos días, meses realmente, no quiero recordar cuántos.
A día de hoy, sobrepasados ya los 4 años desde el inicio de la pandemia, aún muchos vecinos nos recuerdan como “los de la música en el balcón”. Encantados, la verdad. Si aquello sirvió para que algunos olvidáramos todo lo malo que estaba ocurriendo y para sentirnos, de alguna manera, más juntos, mereció la pena.
No sé si salimos mejores de todo aquello (como algunas voces decían), pero lo cierto es que aquellos días pasaron y se quedaron con una pequeña parte (o grande) de nosotros. No somos los mismos, desde luego. ¿Mejores? Me gusta pensar que sí.